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viernes, 4 de septiembre de 2015

La Desindustrialización de España

¿Es la Unión Europea parte culpable del Separatismo Catalán?


Porqué las crisis son 8 veces peor en España que en otros países más industrializados?


¿Por qué no nos dejan Industrializarnos?


Por su interés reproducimos un estudio catalán, aunque provenga de las antípodas ideológicas, porque da una explicación de porqué las regiones más industrializadas de España no ven futuro por ningún lado y se encaminan a una aventura separatista.

Este estudio, como otros muchos, confirma lo que ya sabíamos; que Europa nos quiere como un país de servicios para que compremos sus productos. La consecuencia es que pagamos las crisis mucho más caro que los países industrializados.

Saben que la Unión Europea es la culpable de sus desgracias, pero se lo callan. Saben que los demás estamos peor, pero les da igual. Solo les importa su egoismo nacionalista. Sin embargo fueron los que más presionaron para vendernos la moto de la Unión Europea asegurando, sin pudor, que España estaba "anticuada".  Y ahora se niegan a pagar las consecuencias.

El Impacto de UE en la Economía Española


Estos avances inestables en la modernización del Estado español permitieron que en 1970 el Estado español logrará firmar un acuerdo preferencial con la CEE, que fue bastante ventajoso para la economía española, puesto que le permitía acceder a los mercados europeos mientras que mantenía un elevado nivel de protección sobre el mercado interior. Las exportaciones aumentaron significativamente, de manera que los déficits comerciales, que siempre han sido el cuello de botella de la economía española, se redujeron significativamente.

A nivel político, el discurso “europeo” se utilizó para justificar el acentuado proceso de reconversión industrial de finales de los setenta y principios de los ochenta. El desmantelamiento de algunos sectores que habían sido la punta de lanza del desarrollo industrial de los años sesenta, como la minería, la siderurgia o la construcción naval, se argumentó en términos de “mejorar” la competitividad de la economía española, prepararla y “adaptarla” a las exigencias del mercado europeo. Entre 1975 y 1985 con la reconversión industrial se destruyeron casi un millón de empleos que se justificaron por la voluntad de “prepararse para entrar en la CEE o Mercado Común”.
La integración en el Mercado Común

Tras la muerte de Franco y una vez aprobada una Constitución con un sistema parlamentario que convertía al Estado español formalmente en un país democrático, en 1986 se logró la integración en el MC1, firmando el Acuerdo de Adhesión. Acuerdo por el que se aceptaron todas las condiciones que el MC se avino a imponernos. En el sector agrícola, los intereses de los países europeos del Norte se vieron ampliamente salvaguardados. Así, a modo de ejemplo, para la liberalización completa del comercio de frutas, verduras y aceite de oliva (productos en los que el Estado español era competitivo), se estableció un período transitorio de ¡10 años! Sin embargo, hay que señalar que las ayudas que pasó a recibir la agricultura española (PAC) compensaban, en algunos sectores, este trato desigual.

El gran perjudicado por el proceso de adhesión fue el sector industrial. La eliminación de trabas a las importaciones, que era un requisito ineludible de la integración, en un período relativamente corto de tiempo, implicaba exponer a la atrasada, ineficiente y frágil industria española a la competencia de la dinámica y fuerte industria europea (con Alemania y Francia a la cabeza). El resultado de este desigual choque de trenes fue pasar de un superávit comercial (en términos reales) del 1,4% del PIB en 1985 a un déficit del 11,2% PIB en 1989, debido al crecimiento exponencial de las importaciones. Obviamente, esto supuso el cierre de numerosas pequeñas y medianas empresas, que no fueron capaces de competir con los productos europeos de mayor calidad, y la consiguiente destrucción de empleo. El déficit comercial y las elevadas tasas de desempleo pasaron a convertirse en elementos estructurales de la economía española y, si bien, no podemos “culpar” únicamente a la CEE de ello, tampoco hay que obviar que la integración en la CEE desde una posición claramente periférica ha tenido repercusiones negativas significativas sobre estas variables.

En estas circunstancias, con un sector productivo mermado por la competencia europea, se produjo el desembarco del capital europeo (y, también, americano) en el Estado español. La integración conllevó un aumento espectacular de la Inversión Extranjera Directa (IED) en nuestro país. Pero la mayor parte de esta IED no consistía en creación de nuevas empresas sino en comprar (muchas a veces a precios de “saldo”) empresas españolas para apropiarse de sus canales de comercialización en el mercado interno, o bien, aprovechar los bajos costes de la mano de obra para utilizarlas como plataformas de exportación al mercado europeo (por ejemplo, en el sector del automóvil). Los sectores financiero e inmobiliario también se vieron afectados por esta ola de IED, aunque el capital nacional continuaba siendo mayoritario en estos sectores.

Un aspecto que conviene señalar es que el proceso de integración europeo ha conllevado la consiguiente pérdida de instrumentos de política económica a medida que dicho proceso de integración avanzaba. La entrada en la CEE supuso adaptarse a algunas regulaciones económicas, especialmente en lo referente a política comercial y eliminar instrumentos básicos de política industrial como aranceles o cuotas. No obstante, la política comercial continuaba disponiendo del recurso a la devaluación para subsanar problemas en la balanza comercial. Este recurso, sin embargo, se vio mermado por la adhesión de la peseta al mecanismo de cambio del Sistema Monetario Europeo en 1989. El SME, que vendría a ser la antesala del euro, suponía un compromiso de mantenimiento de tipos de cambio fijos, si bien, el caso del Estado español, se permitía un margen de fluctuación (+/- 6%).

En 1986, el Acta Única supuso un nuevo paso liberalizador en el proceso de integración (mercado único con libre movimiento de mercancías, capitales y personas) y en el de armonización de las políticas económicas de los países miembros. Ambos aspectos contribuyeron a acentuar las debilidades del modelo productivo español. La política industrial, ya muy escasa en el período anterior, prácticamente se abandonó, mermada por la ideología neoliberal incorporada en las limitaciones que imponían las directivas europeas. Las dificultades para competir en el entorno europeo y global fueron menguando la producción industrial española. Además, se hacía sentir ya la competencia en el entorno global de países con bajos salarios (Sudeste asiático, China, norte de África) que castigó fuertemente a los sectores tradicionales (textil, calzado, etc.), de los que prácticamente sólo el sector alimentario mantuvo el envite. En cambio, sectores intermedios con elevada presencia de capital extranjero, entre los que destaca el sector de la automoción y la química, aumentaron su producción y sus exportaciones. Sin embargo, esto no fue suficiente para frenar el crecimiento del déficit comercial español o para revertir el modelo productivo, que continuaba basándose en los bajos costes salariales, niveles tecnológicos medio-bajos y mano de obra poco cualificada. Esta circunstancia hacía complicado orientar el modelo productivo hacia sectores de más valor añadido (más aún ante la inexistencia de política industrial). Los sectores de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) tuvieron poco desarrollo en el Estado español y se hicieron patentes las dificultades para incorporar la nueva revolución tecnológica en el tejido productivo. La falta de competitividad del sector industrial redirigía el capital hacía sectores no sometidos a la competencia externa, principalmente al sector inmobiliario, o bien a inversiones especulativas.

Coincidiendo con una nueva recesión del capitalismo europeo, tras los fastos de Barcelona, Madrid y Sevilla de 1992, a partir de 1993 el Estado español estaba de nuevo inmerso en una fuerte recesión: 300.000 empresas cerradas, una tasa de desempleo cercana al 25%, y serias dificultades para frenar el crecimiento del déficit comercial español, que sólo remitió gracias a la “salida” de la política monetaria española de la disciplina del SME debido a cuatro devaluaciones consecutivas de la peseta por un total del 25% entre 1992 y 1995.

Otro elemento a reseñar en este período es la privatización del sector público empresarial. En total aceptación de los preceptos neoliberales, entre finales de los 80 y finales de los 90, se llevó a cabo el proceso de privatización de empresas públicas. Las “joyas de la corona” fueron vendidas al poder económico nacional (muy vinculado al poder político) y al capital extranjero (las privatizaciones supusieron una nueva “ola” de IED en nuestro país). Algunas de estas grandes empresas- Telefónica, Endesa, Repsol, etc.- se hallaban en situación de oligopolio o prácticamente monopolio en el mercado nacional, lo que se ha traducido en ingentes beneficios para los nuevos propietarios. Aunque en estas nuevas empresas privatizadas había un porcentaje significativo de capital extranjero, los accionistas mayoritarios siguen siendo capitales españoles vinculados al capital financiero (Banco de Santander, la Caixa, BBVA, etc.), de manera que una pequeña élite económica ha pasado a controlar el sector financiero y las ramas más dinámicas del sector energético y de servicios. Por otra parte, otras empresas públicas más vinculadas al sector industrial-manufacturero, como SEAT, fueron vendidas a capitales extranjeros a finales de los 80. El resto (INDRA, Iberia, etc.) acabarían siendo privatizadas a finales de los 90.



LA ETAPA DEL EURO



Consolidada el Acta Única (1986) y la libertad de movimiento de los capitales que ella introdujo (1990), el siguiente objetivo, de la que desde entonces se pasó a denominar la Unión Europea (UE) en 1993, fue el establecimiento no tan solo de una mayor integración económica sino también monetaria, lo que llevaría a la creación de la eurozona con los sistemas monetarios de un grupo de países europeos que dejaron de ser independientes y la instauración del Euro como moneda única en 1999. La entrada de la moneda única estaba diseñada para integrar monetariamente los países más ricos de la UE.

El camino hacia la mayor integración económica y monetaria fue pautado en el Tratado de Maastricht (1992). Este tratado puso de manifiesto la voluntad de avanzar en el proceso de integración económica estableciendo los estrictos criterios de convergencia que deberían cumplir los países que integraran la zona euro. Además, la pertenencia a la moneda única suponía para los países miembros prescindir de los principales instrumentos de política económica: la política monetaria quedaba en manos del Banco Central Europeo (BCE), la política fiscal se supeditaba al cumplimiento del Pacto de Estabilidad y Crecimiento y la política cambiaria desaparecía al eliminar las monedas de los estados.

El fracaso del Sistema Monetario Europeo (SME) y la debilidad patente del sistema de producción español, no hizo desfallecer a la clase política, la élite económica y la mayor parte de la academia, en el empeño de convertir al Estado español en uno de los países que se incorporarían al euro en una primera fase, de formar parte del primer grupo de la eurozona. La población, ahora con menos percepción de lo que euro suponía, fue arrastrada por una insistente publicidad a aceptarlo. Se logró que pertenecer a la moneda única y adoptar el euro se convirtiera en un objetivo prioritario, aceptando los sacrificios o las concesiones que tuvieran que hacerse. Tal como ocurrió con el proceso de adhesión, la pertenencia a la zona euro prácticamente no se cuestionó ni desde el ámbito político ni desde la ciudadanía, que ahora fue inducida a ver en el euro un paso ineludible para poder alcanzar el tan deseado “estilo de vida europeo”.

En esta etapa se acentuó el proceso de desindustrialización que se había iniciado con la integración y se exacerbaron los desequilibrios económicos.

El deterioro de la competitividad del modelo productivo español se ha debido a varios factores. Por una parte, en las décadas de los setenta y ochenta, los países del sureste asiático comenzaron a suponer una competencia significativa para algunos productos manufacturados europeos; más adelante, los procesos políticos y económicos de globalización han supuesto la consolidación de países como China, la India y el resto del sureste asiático como el centro manufacturero global, mucho más competitivos en la gran mayoría de sectores manufactureros que la industria europea. Este proceso se ha visto reforzado por un gran número de relocalizaciones e inversiones industriales por parte del capital europeo (y norte-americano).

Por otra parte, hay que tener en cuenta que la integración económica en la UE asocia países y empresas con sistemas productivos y niveles de competitividad muy variados. La caída del muro de Berlín en 1989 y la re-integración de los países del Este de Europa en el capitalismo produjeron cambios importantes en la configuración de estas relaciones productivas y comerciales entre los diversos ámbitos de la UE. Las ventajas anteriores de los países de la periferia de bajos costes laborales, permisividad legal, tecnología de segundo orden, y productos de bajo valor añadido, perdieron ventaja competitiva frente a los países del Este, a donde fueron dirigidos importantes flujos de inversión y recolocación industrial.

Esta evolución tuvo como claros perdedores a los países periféricos integrados en la eurozona. La economía española, como Portugal e Italia perdieron peso en las ventajas relativas para el comercio y en la atracción de las inversiones extranjeras directas, especialmente respecto a Asia y el Este de Europa. La competencia no sólo se centraba en los sectores más tradicionales, sino también en sectores de tecnología intermedia en los que el Estado español estaba bien posicionad (como el automóvil). Este es un factor clave en el proceso de desindustrialización y degradación de las cuentas externas del Estado español

Mientras la especialización productiva basada en productos de bajo valor añadido se encontraba con crecientes dificultades en los países de la periferia Sur, los países centrales de la UE, como Alemania, los Países Bajos y los países nórdicos, experimentaban un proceso inverso: su especialización industrial en altas tecnologías, su privilegiada situación en el espacio europeo, y su política económica de austeridad les conducía a ser altamente competitivos.

Siendo, sin embargo, los países periféricos los que han proporcionado la demanda que necesitaban y han beneficiado a las economías altamente productivas de los países centrales. El efecto de la demanda de países como el Estado español en las exportaciones de Alemania no puede ignorarse. La demanda creciente de los países periféricos (Estado español, Grecia, Portugal) estimulada a base de crédito ha supuesto una importante salida para las producciones de los países centrales. En resumen, la función de la periferia Sur de la UE en el sistema productivo europeo se ha invertido. Si hasta mediados de los años noventa, estos países eran proveedores de bienes intensivos en mano de obra (barata) y bajo valor añadido, es decir una industria precaria, con la integración económica y monetaria se han convertido en la fuente de una abundante demanda para las industrias de los países centrales de la UE, que, mucho más competitivos, han llegado a suponer una fuerte competencia para las industrias de los propios países periféricos.

¿Cómo se podía financiar esta demanda? La pertenencia al euro permitía ser mucho más permisivos respecto al déficit exterior, por un lado, y, por el otro, porque los países centrales, que disfrutaban de fuertes excedentes en sus cuentas exteriores, prestaban dinero a los importadores de los países periféricos y a sus instituciones financieras para que comprasen sus productos y concediesen préstamos al sector inmobiliario; cerrando así un círculo de producción y finanzas aparentemente casi perfecto.

El resultado de estas distintas dinámicas en la UE ha sido un desequilibrio comercial y una creciente divergencia en competitividad entre el centro y la periferia. Aunque es cierto que antes de la crisis, en la primera década del siglo XXI, los niveles de renta per cápita habían iniciado una ligera aproximación entre los países de la eurozona69, sin embargo, las diferencias en competitividad y en los sistemas productivos habían aumentado, resultando en profundos desequilibrios en la eurozona.

Una característica de las economías de la eurozona en la actualidad es la confluencia de países con continuos déficits en las cuentas comerciales externas, geográficamente situadas en la periferia, con excedentes en los países centrales, especialmente en Alemania. Los déficits de unos países están relacionados con los excedentes de otros, como puede observarse en los gráficos 4 y 5, situación que ha resultado en divergencias estructurales entre ambos grupos de países.


SEMINARI D'ECONOMIA CRÍTICA TAIFA (2014)


La Unión Europea ha Fracasado en su principal objetivo: La Economía.




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